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Un cuento nuevo de un amigo escritor, participante del taller de Diseño de Aves Argentinas... que lo disfruten ...



EL AÑO DEL PICUDO NEGRO 



La soja, cuyo nombre científico es Glycine max, es una planta de la gran familia de las Leguminosas, que ha producido un boom en la agricultura de nuestros tiempos.  Esta planta genera una vaina o chaucha, cuyos porotos son aprovechados tanto para el consumo humano como de animales domésticos.  Genera buena cantidad de aceite y también harinas que son empleadas en diversos productos alimenticios.  El precio que se paga en el mercado internacional es muy alto, lo que ha incentivado a numerosos países a incrementar su cultivo.
Si bien utilizada en rotaciones con otros cultivos, ya sea cereales clásicos como trigo o maíz, o bien alternándola con pasturas y ganadería, la soja puede ser beneficiosa para el suelo, porque como la mayoría de las Leguminosas aporta Nitrógeno debido a la asociación simbiótica de sus raíces con bacterias Rhizobacter, fijadoras de dicho elemento, no es conveniente utilizarla como monocultivo permanente, es decir plantar soja, tras soja, tras soja.  Esto puede llevar a un empobrecimiento de los suelos ya que deja muy poco rastrojo (es lo que queda en el campo luego de cosechada) y necesita mucha cantidad de herbicidas e insecticidas para llegar con éxito a su cosecha.
Pero no todo el mundo cumple con lo que dictan las reglas agronómicas.  La avidez de una fabulosa ganancia ha llevado a cultivar soja en zonas marginales y sin las prácticas de rotación adecuadas.  Esto implica un riesgo latente.  Además se la ha modificado genéticamente (la famosa soja transgénica) para hacerla resistente a los herbicidas, sin demasiados estudios que hayan demostrado que esto no es nocivo para el ser humano.

Sebastián Fernández era un joven productor agropecuario de la provincia argentina del Chaco. Tenía una gran extensión de tierra que había heredado de su padre.  Cultivaba soja, pero como lo había hecho su padre y anteriormente su abuelo, hacia rotaciones con otros cultivos, como sorgo, maíz y cada tanto introducía algunas cabezas de ganado en los potreros, para mantener la fertilidad de los suelos.  Hasta había conservado una gran parte de su campo con bosque nativo.  Prosperaban allí, como especies emblemáticas, algarrobos, algunos quebrachos colorados y palmeras caranday en las zonas más bajas, en pequeños bosques que alternaban con pastizales naturales.  El típico paisaje del Chaco húmedo, de sabanas arboladas.
Se decía que en sus campos sobrevivía todavía algún aguará guazú.  Sebastian no lo creía posible.  Los animales autóctonos casi habían sido exterminados en su totalidad.  La caza furtiva y la extensión de los campos cultivados con soja se habían encargado de liquidar a gran parte de la fauna chaqueña.
Sólo el Parque Nacional Chaco, en el ángulo noreste de la provincia, era como una isla en el mar de soja que lo rodeaba.
Ese año Sebastian estaba muy preocupado.  Sus cuentas no daban.  La soja rendía bien, pero los insumos eran muy altos y los demás cultivos se pagaban poco.  El ganado había perdido precio.  No le alcanzaba para cubrir los gastos.
Varios de sus vecinos le habían dicho que sólo cultivara soja, que ganaría más dinero.
Pero él no quería quebrar una sabia práctica que siempre había resultado beneficiosa para él y su familia.
Una mañana lo visitó su contador y le dijo que estaba al borde de la quiebra.  Sebastián, desalentado pensó en aceptar la propuesta de varios de sus vecinos, que querían comprarle sus dominios con montes nativos, sí, aquellos que él había conservado.  Esto lo llenó de gran amargura.  Pensaba que era como una traición a la tierra que siempre lo había sostenido.
Salió de su campo y en la ruta vio varias topadoras listas para entrar en acción.  — ¡Ese desgraciado de Suárez ya está preparado! —se dijo.  Suárez era su vecino, dedicado enteramente a la producción sojera y al cual le debía dinero.  Inmediatamente fue a verlo.  Suárez lo recibió con una sonrisa burlona.
—Vengo a avisarte que la semana que viene te voy a pagar la deuda —le dijo Sebastián—.  Venderé los pocos animales que me quedan.  Mi cultivo de soja de este año ya está germinando y con eso me recuperaré.
Las risotadas de Suárez resonaron en toda la casa. — No te va  alcanzar —le dijo—.  Vos sabes que quiero parte de tus campos. Ya estoy listo para el desmonte.  — ¡Pues no te los voy a vender! —le contestó Sebastián, furioso. Y salió rápido, dando un portazo, de la finca de su vecino, que continuó riéndose y burlándose de él.

Ese atardecer Sebastián decidió ir solo al monte.  Hizo preparar su caballo y al trote lento comenzó a cruzar los altos pastizales. Luego de un rato de cabalgar se encontró en plena zona salvaje de su campo. Se apeó de su caballo y se sentó sobre un tronco caído de un casi seguro centenario algarrobo blanco, probablemente abatido por el rayo de alguna tormenta. Aún muerto, el tronco ofrecía vida y guarida a numerosos animales. Unos carpinteros reales volaron asustados desde el tronco donde seguramente estaban alimentándose y buscaron refugio en el monte cercano. Unos agujeros en el tronco indicaban la guarida de alguna comadreja. Sebastián contempló a su alrededor. Enfrente tenía el monte fuerte, donde algún quebracho colorado descollaba entre el bosque de lapachos, urundays y palos borrachos de flores rosadas. Por debajo de éstos crecían ejemplares más modestos de guayacán, espina de corona, itin y mistol.  Más hacia el este, en la zona más baja, había un pequeño grupo de altas y esbeltas palmeras caranday o palma blanca. En medio del pastizal sobresalían como catedrales altos termiteros, donde seguro el oso hormiguero o yurumí buscaría darse un gran banquete. Aquí y allá densas matas de chaguares y otras bromelias tapizaban el suelo y lo hacían casi infranqueable.  Lentamente los sonidos y aromas del monte lo envolvieron y le produjeron una sensación extraña, como de embriaguez.
El atardecer teñía de rosado a los altos y desflecados cirrus.  Un yetapá de collar macho voló entre los elevados pastos con su larga cola tipo tijera, buscando insectos. De pronto unos gritos lastimeros quebraron el silencio reinante.  Era un carau que seguro buscaba caracoles en el bañado cercano.  Una pequeña bandadita de charlatanes levantó vuelo de un pirizal al borde del estero.  Sebastián pensó en el increíble entramado de vida que se desarrollaba a su alrededor.  Y también en la mezquindad de algunos hombres que no dudaban en aniquilar en poco tiempo lo que la Naturaleza había construido a lo largo de millones de años. Todo lo que lo rodeaba en ese momento dependía de la decisión que él tomara.
Paulatinamente la oscuridad lo fue envolviendo. Y de repente, de lo más profundo del monte, se escuchó un silbo, repetido y melancólico. Sebastián se sobresaltó. Era un llamado triste, producido por un urutaú, como anunciando lo que ocurriría si él cedía a los embates de su vecino: la muerte del monte.  Sebastián era hombre recio, criado en el campo y acostumbrado a las rudas labores rurales. Pero no pudo evitar que una furtiva lágrima rodara por su mejilla. Con el lamento del urutaú rondando en su cabeza montó su caballo y se dirigió rápidamente hacia las casas.  Deseaba abrazar a su mujer y a su pequeño hijo. Era ya noche cerrada cuando divisó las luces del casco de su estancia…

En ese mismo momento algo inesperado estaba por suceder, muchos metros por encima de la superficie terrestre. Un satélite de Naciones Unidas sobrevolaba la Tierra a gran altura, en una órbita rutinaria.  De pronto todos sus instrumentos comenzaron a emitir señales de alarma.  Las computadoras no daban abasto registrando datos y procesando información, que era suministrada a un centro de monitoreo de la NASA.  Algo grave pasaba: desde Estados Unidos a la Argentina, pasando por Brasil, desde la India a China, todos los cultivos de soja se veían amarillos.  Algo los estaba afectando.  La noticia era gravísima: los súper monocultivos de soja mundiales se estaban muriendo.
La noticia corrió como reguero de pólvora.  Era verdad, la soja se estaba marchitando.
Los técnicos de todo el mundo se pusieron a trabajar, para encontrar la raíz del problema.  Pronto la hallaron: los cultivos estaban siendo atacados por el picudo negro, cuyo nombre científico es Rhyssomatus subtilis, un insecto curculiónido, común en los cultivos de soja, que atacaba las yemas y producía la muerte de la planta.  Lo raro era que este insecto era fácilmente controlable en los primeros momentos del ataque con los insecticidas habituales.
¿Qué estaba pasando?   Una nueva cepa mutante del picudo se había desarrollado y era totalmente resistente a todos los insecticidas conocidos.
Técnicos de todo el mundo probaron controlarlo con nuevos productos químicos, pero fracasaron por completo.  El picudo era indestructible y amenazaba con colocar a la humanidad ante una hambruna generalizada, como no se había visto desde la Edad Media.  Muchos bancos y empresas transnacionales presentaron la quiebra.

Sebastián había vendido sus vacas y pagado parte de la deuda a su vecino.  Le resultó raro que éste no viniera a insistirle con la compra de sus tierras, ya que todavía tenía un saldo deudor pendiente.  Como todos los días, comenzó  la recorrida por sus campos cultivados con soja y vio que las plantas estaban verdes, rozagantes y ya estaban por fructificar.  —Este año tendré una cosecha espectacular — pensó.
Cuando ya iba para su casa, le asombró ver dos camionetas con inscripciones que decían: Naciones Unidas.  Estacionaron justo en la entrada de su estancia.
Bajaron de ella varios de sus vecinos y técnicos de Brasil, Estados Unidos, India y China, los principales productores de soja mundiales.  Entre ellos estaba su vecino Suárez.
—Sebastián —le dijo éste muy serio—, la soja se está muriendo en todo el mundo, todos los campos están amarillos.  El único cultivo en perfecto estado es el tuyo.  Hay un ataque de una cepa nueva del picudo negro, resistente a todos los insecticidas producidos hasta la actualidad.  Los técnicos quieren examinar tus campos, para ver porqué tu plantación no ha sido atacada.
Sebastian dudó un instante, y luego accedió al pedido.  Los agrónomos comprobaron que los campos de Sebastián no habían sido atacados por el picudo.  Luego de varios días de observaciones vieron que grandes avispas sobrevolaban las plantas de soja. Al ver en más detalle observaron que las avispas predaban sobre algunos insectos que querían establecerse sobre las plantas de soja.  Eran juveniles de picudos negros.  Las avispas provenían de algún lugar escondido del monte original, que Sebastián con mucho criterio había dejado en pie.
Más tarde comprobaron también que las avispas ponían sus huevos en el suelo y sus larvas se alimentaban de los huevos del picudo, impidiendo que éste se extendiera en la plantación.

Los técnicos internacionales, felices con el hallazgo, felicitaron a Sebastián.  Éste recibió una enorme suma de dinero por aportar los datos para la solución del problema. El picudo se podría combatir de ahora en más con un enemigo natural y tal vez muchos cultivos de soja en el mundo se salvarían.

Ese año Sebastián tuvo la mejor cosecha de soja de la historia de su campo.  Estaba muy feliz, había logrado superar todos sus problemas económicos y además se había ganado el respeto y admiración de sus vecinos, que seguirían su ejemplo.  Pero lo que más feliz lo puso es que uno de sus peones, en recorrida por la zona de pastizales naturales, avistó una hembra de aguará guazú con dos crías.  Después de todo el mítico zorro grande de los guaraníes, el patilargo lobo de crin, no se había extinguido de sus propiedades.  Y era el orgullo más   grande que podía haber sentido ese año, el año del picudo negro.


JOSE LUIS PAFUMI

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